El tictac del abuelo

0

Imagen de Día / Texto: V.Vélez / Imagen: S.Arén

Las manos del relojero siempre son precisas. Aunque llenas de imperfecciones, eternamente perfectas e inalterablemente exactas. Un don milimétrico que confiere al relojero un carácter casi sobrehumano. No exagero, el artista de las manecillas consigue, en un tictac, hacer realidad un superpoder digno de Marvel: detener el tiempo.

Quien no ha soñado alguna vez con parar el cronómetro. Con respirar y tomarse un descanso por un momento (o un millón de ellos) para decidir si continuar, para saber cómo, para descubrir si merece la pena. El tiempo pasa inexorablemente, se nos esfuma de las manos, nos transforma y nos arruga la piel. El tiempo todo lo cura y es todo locura. Salvo en el taller del relojero. Allí, se pude viajar sin un DeLorean al futuro y hacer un retroceso hasta pasearse por la Italia del Renacimiento. La fantasía en las manos de un gremio.

Fijándose, vistas de cerca, las manos del relojero no se diferencian tanto de las del abuelo. Aquel anciano que tenía de todo, menos las manos bonitas. Estropeadas de mil y una faenas, de ganarse el pan y después secarse el sudor con ellas.

Las manos del abuelo solo sabían que trabajar. Entrara en la mina, sacase a pastar al rebaño o pulsara continuamente la máquina de escribir de una oficina, sus manos estaban acostumbradas al esfuerzo y, en la última de sus manifestaciones, a la superación.

Porque al abuelo tampoco le salieron las cosas a la primera, ni tal vez a la segunda. El abuelo nunca se rindió bien fuera para poner en marcha su negocio o para conquistar a la abuela. Siempre veía una meta, un sueño noble de sacar adelante a los suyos o de respirar con más libertad. Quizá trabajando como el abuelo acabes viviendo como el nieto. Él lo consiguió y sin un descanso, sin saber tampoco parar el tiempo.

Como las del relojero, las manos del abuelo también tenían que ser precisas para lograr el porvenir que soñaba su camada. Y justas, para no dar ni pedir más de lo necesario. Y honradas, para ir por la vida con la cabeza alta. Y manos que amaban, porque si no nunca podrían ser ni precisas, ni justas, ni honradas.

Ya recuerdo, mi abuelo era relojero. Nunca hay que dejar de aprender de las manos del abuelo. Aquellas que, con miles de dificultades más que a las que nuestra generación le toca hacer frente, supieron salir adelante sacando lo mejor de ellas.