Emigrando por inquietos

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A muchos jóvenes no les sonaría el nombre del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, hasta hace apenas un par de días. Como quien se vuelve insensible a la violencia en las noticias, frente a la interpelación de Pablo Bustinduy, que le echaba en cara la pésima gestión de la emigración española en los últimos años, Dastis pronunciaba sus tristemente célebres palabras: los españoles emigran porque tienen inquietudes.

A lo largo de los últimos años he visto cómo la gente más válida que he podido conocer en el ámbito profesional y humano se ha montado en un avión para no volver. Algunos llevan casi cinco años, otros apenas unos meses, y en todos -salvo uno- de los casos que conozco, quieren volver. Pero no pueden. Crecimos con la idea de que ir a la universidad nos haría cumplir nuestros sueños más fácilmente, por aquello de conseguir lo que muchos padres no consiguieron. Fuimos, y cuando la situación misma nos expulsó al mercado laboral, ni siquiera se oía el viento silbar: vacío.

Claro que “irse fuera a vivir, a trabajar, enriquece”. Cualquiera que esté en contacto con otras culturas se vuelve más humano, más noble, menos juicioso. Pasa hasta con miembros de la misma cultura y distinto origen social, aunque no se lo crean. Pero, lamentablemente, cuando la sensación es de pérdida y cada vez que se menciona la patria se hace con lástima, un sentimiento oscuro crece. La rabia por perderte el nacimiento de tu sobrino, aquella fiesta de cumpleaños en la que nunca más vas a estar. Un abrazo de tu madre en el peor día de trabajo, la complicidad de tu mejor amigo. Eso, ya no existe, porque uno ya no está en casa.

Habría que preguntar quién debería tener más vergüenza a sus espaldas, si quien prometió que todo saldría bien para todos hace años, o quien es incapaz de ofrecer una posible vuelta a casa. Quien prometió que todo saldría bien lo hizo sabiendo que era mentira y posponiendo las medidas pertinentes que se esperan de unas instituciones políticas más o menos legitimadas a través del ejercicio de la democracia. Quien es incapaz de hacer efectivas unas condiciones que permitan a los emigrados regresar a casa manteniendo un nivel de vida, como mínimo, similar al que mantienen en el extranjero, son las mismas instituciones que entonces, con otros –o los mismos- políticos al frente. Pero peor aún que su falta de vergüenza es la sensación de burla y traición que genera oír que los que se han ido lo han hecho por inquietud. Porque es verdad, en cierta manera: inquietud para ellos es comer, tener techo, y cumplir con unas opciones mínimas de calidad de vida.

Pero reformulemos la situación en términos más entendibles para los viejos y nuevos políticos. Cinco años trabajando en el extranjero significa cinco años generando riqueza fuera del país cuyos impuestos sirvieron para pagar su más o menos buena educación. Cinco años trabajando en el extranjero son cinco años, además, pagando impuestos en otro país. Por cada trabajador que se va España pierde riqueza no solamente en términos monetarios, sino medidas ingentes de talento y esfuerzo que difícilmente revertirán en casa. Por cada joven que pasa cinco años en el extranjero aparece un treintañero con bastantes posibilidades de arraigar allí, deshaciéndose lentamente del deseo de volver gracias a esa rabia que provoca saber que no hay posibilidades de tener una familia si lo hacen.

Y pasa el tiempo, y demostrando una falta de visión extraordinaria siquiera a medio plazo, las propias Administraciones Públicas cada vez cierran más puertas y se muestran incapaces de generar los incentivos más básicos para revertir el proceso, haciendo de España un país turístico para los propios españoles. Pero menos mal que es por inquietos, para ampliar miras, por adaptarse a un mundo mejor. Mejor, sí, porque está claro que España no lo es.

Tiene razón el ministro en esa expresión de la amplitud de miras, que encierra un convencimiento complaciente de que algunos volverán, y entonces crearán tejido empresarial; sí, algunos vuelven, pero no para crear valor aquí. Vuelven porque es Navidad, y para irse, tachando los días desde que ponen un pie en el aeropuerto hasta que lo vuelven a poner para coger el vuelo de vuelta. Si seguimos deshaciéndonos de los únicos que pueden mejorar en el futuro, vamos a quedarnos lo que cada vez es más palpable: ciudades viejas y un presente desolado.

Desde aquí, un abrazo enorme a todos los que no han podido volver, y a todos los que han tenido que irse. Sois unos valientes.