Olvidamos con excesiva facilidad lo que decimos o hacemos a los demás…

Pues bien, tuve que hacer uso de un taxi y cual fue mi sorpresa cuando el taxista, dentro de su  conversación, comienza a referirse a los hombres con una determinada orientación  sexual como “maricón”.

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Ahora León / Noticias de León / Opinión / Montserrat Manuela Martínez F.dez 

Y yo que pensaba que la pesca sin muerte era también cruel (y lo dice alguien que come más pescado que carne), y ahora, de repente, he pensado que tal vez sea una manera de enseñar a los peces a temer los anzuelos de los pescadores…¡Interesante!

Sí, pero también pienso que tiene que ser muy doloroso que te claven un anzuelo y que luego te lo quiten…¡Ah, sí!, ¡Cómo se parece al amor!…Claro, que prefiero los anzuelos a las redes. Las redes son implacables. Cuando te quieres dar cuenta , ya estás dentro de ellas y se hace muy difícil salir.

Pero lo que de verdad asusta es que hoy en día usemos la palabra “redes” para referirnos a las conexiones entre personas. Hablamos de “redes sociales” y para mí el concepto red tiene que ver , no con algo que te atrapa sino con algo que te ayuda a expandirte como representa el término “conexión”.

Parece una tontería, pero cuán importante es el uso que hacemos del lenguaje. El lenguaje si que es una verdadera arma de destrucción o construcción infalible que cuando lo usamos de manera equivocada daña las estructuras más importantes del ser humano: nuestra psique, donde reside el tesoro más sagrado de la humanidad, su memoria ancestral. Si queréis os pondré un ejemplo muy gráfico.

El otro día tuve que coger un taxi (bueno, aquí, hasta donde yo sé, los argentinos tendrían mucho que decir en relación al verbo “coger”, porque para ellos ese verbo tiene otro significado). Pues bien, tuve que hacer uso de un taxi y cual fue mi sorpresa cuando el taxista, dentro de su  conversación, comienza a referirse a los hombres con una determinada orientación  sexual como “maricón”. Exactamente, venía a decir que, dentro de la recogida de personas que había tenido que hacer cierto día, se encontraba  la de este hombre y lo presentaba como un problema añadido dentro de sus funciones. Yo, que venía con el alma más limpia de lo normal, después de haber asistido a un maravilloso curso sobre cuentos y metáforas terapéuticas, me encontré con que la primera vez que se lo oí decir no lo comprendía, pues la palabra  que el mismo había dicho, no sé si con intención o sin ella, no la había pronunciado con mucha nitidez. El caso es que la volvió a repetir y aunque la segunda vez entendí lo que quería decir,  no alcancé a comprender bien si el hombre sabía   lo que estaba diciendo, razón por la que volví a preguntar con extrañeza “¿Cómo dice?”… y justo antes de pronunciarla por tercera vez, vino a mí una incredulidad, no exenta de cierta rabia, por tener que escuchar  una palabra que  en sí tenía ciertas connotaciones históricas  a las que se añadía su manera de referirse a esa parte de la humanidad por su modo  de amar al otro. Se hizo un silencio minúsculo en el que no dije nada, esos microsegundos en los que el hombre, al parecer, abandonó sus intentos de que yo comprendiera lo que me quería decir. Por un momento pensé que se había cumplido aquello de que “a la tercera va la vencida” y su conciencia hubiese caído en la cuenta de su ofensivo comentario.

Sabemos que hay palabras que hieren y hay palabras que acarician pero ignoramos el modo en el que las utilizamos. Hoy día vivimos en el todo vale y pese a tener recursos tecnológicos que nuestros antepasados ni se hubieran imaginado no somos conscientes de lo que decimos y me atrevería a añadir que, en muchas ocasiones, ni de lo que hacemos. Vivimos en modo automático sin pararnos a pensar en lo que el otro o los otros con quienes nos comunicamos quieren o intentan decirnos. Esta es la razón, a mi modo de ver, de que cada vez estemos más desmemoriados. Olvidamos con excesiva facilidad lo que decimos o hacemos a los demás, como si se tratara de una página de Facebook en la que colgamos un comentario inocente o no tan inocente y del que no volveremos a tener noticia hasta que alguien se sienta abrazado o herido por él y nos dé su réplica fuera del tiempo, o no, en el que fue escrito.

Nada se pierde; ningún acto, ninguna palabra dicha, con o sin intención, es la ley de la naturaleza desde que el tiempo es tiempo. Es la famosa ley de causa y efecto más conocida en Oriente como ley del Karma. Para ellos es muy sencillo de entender. Nosotros también lo sabemos, pero olvidamos con mucha facilidad que nuestros actos o bien nuestras omisiones tienen sus consecuencias favorables o no. Y lo olvidamos, olvidamos con mucha facilidad y pensamos que el olvido es lo mismo que el perdón, y no, no son lo mismo. Lo que el hombre experimenta no se olvida, ¿como si no se entenderían las anécdotas o las historias que contamos?. Sería como pretender que después de clavar un cuadro en la pared y decidir después que no nos gusta donde lo hemos colocado, quitásemos el cuadro y no quisiésemos ver el clavo. Con frecuencia arrancamos también el clavo pero vemos irremediablemente el incómodo agujerito que éste ha dejado en la pared y, en muchas ocasiones hacemos como que no está, lo tapamos o bien miramos para otro lado. Y así una y otra vez…

La expresión que tantas veces hemos escuchado e incluso repetido: ¡Por los clavos de Cristo!… ¿No es suficientemente reveladora?. Porque ya puestos a olvidar…¿Vamos a olvidar también éstos?