Señoras y señores, vean Westworld

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Ahora León / Texto: Noemí Carro / Opinión / Westworld

Quizá alguno ya ha oído hablar de Westworld. Su nombre empieza a ser frecuente en los medios de gran alcance, refiriéndose a una de las series que va a dar mucho que hablar los próximos meses y que se perfila como la niña bonita de la cadena HBO ahora que Juego de Tronos está a punto de finalizar. El reparto de es alto nivel, pero no hace falta hacer referencia a ello para convencer de que ha de verse. Nos ponemos en situación: un parque temático ambientado en el Salvaje Oeste donde los visitantes, llamados huéspedes, pueden comportarse como buena –o malamente- quieran, interactuando con otros visitantes y con los denominados anfitriones: robots de apariencia humana que a menudo son confundidos por personas reales, construidos para servir… sin que te des cuenta.

Bajo el lema “vive sin límites, descubre tu llamada”, cualquier visitante puede hacer lo que quiera con cualquier anfitrión. Lo que quiera. Desde sumarse a una persecución de forajidos guiados por el sheriff, a convertirse en bandidos mismos, o a matar y violar si así les place. Sin consecuencias penales, claro está: no son personas a quienes matan y violan… aunque lo parezca. Ya se sabe, maravillas de la distancia psicológica en el análisis de las consecuencias de nuestras acciones. Westworld es, entre otras muchas cosas, una reformulación accesible y entretenida de tantos experimentos sociológicos y mentales que han marcado las ciencias sociales y humanas en las últimas décadas. Y sin discurso académico, casi sin que te des cuenta. Un mindblowin’ en toda regla.

Los primeros capítulos de la temporada, con una narrativa calculada que deja al espectador si no expectante, al menos con una curiosidad inquisitiva, generan ya dudas y ponen sobre la mesa distintos debates que son recurrentes en la literatura y la producción audiovisual de ciencia ficción. Muchos teóricos especializados en el campo de la bioética y la biopolítica han puesto de manifiesto la importancia que tienen este tipo de producciones artísticas a la hora de dar forma al debate sobre la tecnología, especialmente en el caso de la inteligencia artificial y el estatuto ontológico de los robots. En Westworld, con una conciencia que no es consciente de sí misma y con un código interno que les impide dañar a los humanos, los robots anfitriones son mero divertimento para los huéspedes humanos. O mero capricho físico.

Pero Westworld no analiza solamente al ser humano lidiando con su creación. No habla de posibles encaprichamientos con la aldeana de turno, tampoco habla de la atracción al abismo o la excitación que provoca vivir durante un tiempo determinado en una falsa sensación de peligro que, sin embargo, se presenta como real. Westworld, ante todo, analiza los entresijos de la condición humana atada al sufrimiento y al recuerdo. Cada capítulo, que va dando sentido a la trama principal de forma hábil hasta culminar en la season finale recientemente estrenada, se presenta como una alegoría de la memoria y el dolor, y de la irremediable conducta errática del ser humano.

Mientras los anfitriones repiten día tras día muchas de sus acciones y su memoria es borrada en el sueño, los huéspedes, meros hombres, repiten sus errores. Año tras año tras la apertura del parque, huésped tras huésped, yerran en su vida a nivel individual, y cometen errores que se repiten entre ellos, como miembros de la especie. La suerte de los anfitriones es que no terminan de dar sentido a sus acciones, no terminan de ser conscientes de todo lo que implica lo que viven. No recuerdan haber sido disparados el día anterior, o haber perdido a un ser querido, aunque hayan sentido y expresado dolor. Los huéspedes, nosotros, meros hombres, actuamos y vivimos con lo hecho, a pesar del autoengaño.

Vean Westworld. Imaginen vivir una nueva vida cada día, ajenos a todo lo que les ha provocado un nudo permanente en la garganta, o llorar hasta caer exhausto. Imaginen poder reír y gozar de todo lo bueno del mundo, desde que se levantan hasta que se acuestan. Y díganme si no nos hemos convertido nosotros en los dioses que envidiaban a los hombres porque podían morir. Díganme si es mentira que lo que es envidiable de veras es la capacidad de olvidar totalmente lo sufrido… Díganme si, a pesar de todo, en algún momento, en alguna escena, mientras la ven, no piensan: ojalá yo, siendo ellos.